Amigas y amigos,
Roma la eterna me recibe de nuevo. En sus callecitas y sus plazas, en
sus fuentes y sus ruinas, me susurra una vez más las remotas memorias de la
Tierra. Aquí reside el testimonio de la humanidad. Aquí se condensa el signo de
nuestra especie. Cada generación ha dejado su marca en esta ciudad. Cada era ha
cambiado sus rasgos. Aquí zumba la lanza de los soldados imperiales, que hace
siglos cruzaron el Tíber para conquistar el orbe. Aquí resuena el discurso del
Senado, la traición de Bruto, el verso de Virgilio. Aquí se siente el terror de
las invasiones bárbaras, la fe del cristianismo, el resplandor del
Renacimiento. Todo lo humano tiene cabida en esta metrópoli, lo más noble y lo
más cruel que reside en el corazón del hombre y la mujer.
Lord Byron exclamó que el arco que enfrenta al viajero en Roma no es
el de Tito ni el de Trajano, sino el arco del Tiempo. Esa estructura invisible
que sostiene nuestro destino y que está compuesta de piedras desiguales, de
momentos de altruismo y de mezquindad, de golpes y caricias mezcladas en una
narrativa circular.
Por eso vale la pena hablar en Roma de la paz. Porque, como pocas
ciudades en el mundo, Roma ha oscilado con el péndulo entre la concordia y la
guerra. Aquí el sufrimiento ha agitado sus oscuras banderas. Aquí la calma ha
vuelto muchas veces, como un huésped que ignora la duración de su estadía. Por
eso he venido a hablar de dos extremos del péndulo de la convivencia humana: la
crisis en Siria y la aprobación del Tratado sobre el Comercio de Armas, o ATT,
por parte de las Naciones Unidas.
De un extremo del péndulo, tenemos como ejemplo los acontecimientos
que han tenido lugar recientemente en virtud de la amenaza de los Estados
Unidos y Francia de bombardear un país enfrascado en una dolorosa guerra civil,
oprimido por un líder autoritario y ubicado en la región más conflictiva del
mundo. El aparente uso de armas químicas por parte del régimen de Bashar
al-Asad es un acto repugnante y cobarde, que merece toda la sanción de la
comunidad internacional.
En un análisis apresurado, Siria parecía ser el candidato perfecto
para el uso legítimo de la fuerza militar. Pero existe tal cosa como el jus ad bellum. El uso de las fuerzas
armadas, por ser el acto más violento y más desgarrador que pueden ordenar los
líderes políticos, debe seguir una rigurosa serie de requisitos. Algunos de
esos requisitos son estrictamente legales. Otros son de naturaleza política. Y
algunos son simplemente humanitarios y de sentido común.
Empecemos por los requisitos legales. Para invadir lícitamente a
Siria, los Estados Unidos necesitaba la aprobación del Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas. La Carta de las Naciones Unidas faculta el uso de la
fuerza en circunstancias muy calificadas y siempre sujeta a un consenso que, en
efecto, es muy difícil de lograr. Pero ¿es que queremos que sea fácil declarar
la guerra? ¿Es que queremos que un Gobierno tenga la facultad de decidir,
unilateralmente, el destino de otro pueblo?
Es cierto que Rusia ha sido oportunista en aprovechar la ventana que
abrió el Secretario de Estado Kerry, al mencionar la posibilidad de que al-Asad
entregara sus armas químicas. Y también es cierto que el uso de armas químicas
por parte de al-Asad no puede pasar impune. Pero nada de esto exime a los
Estados Unidos de su obligación de seguir las reglas internacionales
establecidas para decidir un ataque militar.
Uno no puede suscribirse a reglas y luego argumentar que tiene derecho
a saltárselas. Uno no puede defender el bombardeo de un país con base en el
mismo Derecho Internacional que pisotea. Bien ha hecho el Presidente Barack
Obama en escuchar la consigna de los propios padres fundadores de los Estados
Unidos. Bien ha hecho en entender que, como dijo John Adams, nuestra aspiración
es ser regidos por las leyes, y no por los hombres.
Evadir los requisitos legales para la invasión en Siria habría sido
mucho más que un problema jurídico: habría sido también un problema político.
La diplomacia estadounidense ya está bastante desacreditada en el ámbito
internacional. Dos guerras injustificadas, que han empobrecido y
desestabilizado a toda una región, deberían haberle enseñado que no basta la
fuerza para ganar una guerra. Se necesitaba también legitimidad.
Felizmente hoy esa arrogancia norteamericana de pretender que puede
actuar sin el apoyo de la comunidad internacional ha cedido ante la inminente
falta de respaldo de su propio Congreso y ante la presión de la opinión pública
mundial. Parafraseando las palabras del
Presidente Abraham Lincoln, might does
not make right. No importa cuán aniquiladora sea la capacidad militar de
los Estados Unidos, no importa cuán brillante sea su estrategia, nada compensa
el déficit en el respaldo internacional. Cuando falta legitimidad, el misil más
preciso dispara en ambos sentidos.
Políticamente, todavía queda mucho por hacer. El
compromiso alcanzado el sábado anterior en Ginebra por el Secretario de Estado
norteamericano John Kerry y su homólogo ruso, Sergei Lavrov, mediante el cual
Washington renunció al uso de la fuerza militar para poder así alcanzar una
solución política, tendrá ahora que ser plasmado en una resolución del Consejo
de Seguridad de las Naciones Unidas. El
acuerdo le otorga una semana al régimen sirio para que informe sobre las
cantidades precisas de sus depósitos de armas químicas. De igual manera, se estipuló que esas armas
deben de quedar bajo control internacional y que su destrucción se debe dar en
la primera mitad del año 2014.
Si
bien es cierto el acuerdo alcanzado en Ginebra es un triunfo de la diplomacia
ante el inminente ataque unilateral de los Estados Unidos, también es cierto
que es solo un triunfo parcial.
Lamentablemente, dicho acuerdo no dice nada sobre cómo terminar con una
guerra civil que lleva ya más de cien mil víctimas y cinco millones de
refugiados. Aunque ese no era un
objetivo de las conversaciones sostenidas entre los Estados Unidos y Rusia, la
sola posibilidad de que una vez entregadas las armas químicas por parte del
gobierno sirio pueda continuar la muerte indiscriminada de civiles inocentes,
nos obliga a pensar que es indispensable negociar cuanto antes el
establecimiento de un cese de fuego que nos conduzca hasta el silencio definitivo
de las armas, preparando así el camino para la realización de elecciones
libres.
La diplomacia es un camino tortuoso y alambicado. No avanza en línea
recta, como la trayectoria de una bala. Avanza en muchos sentidos, da giros,
retrocede, rodea, toma la ruta menos eficiente, pero evita los parajes de la
muerte.
El pueblo sirio no merece la pólvora de los morteros, sino la tinta de
las urnas. Merece atención y amistad, no metralla. No soy tan ingenuo de creer
que eso será fácil. No soy tan ingenuo de creer que al-Asad rectificará sus
pasos simplemente por la presión internacional. Pero conozco suficiente lo que
implica un proceso de negociación para saber que es posible cambiar el curso de
la historia con el poder de la palabra. Sobre todo, sé bien que el uso de la
fuerza militar debe ser siempre, siempre, la última opción sobre la mesa.
Por eso aplaudo la valiente decisión del Papa Francisco de alzar la
voz en contra de una invasión militar. No solo por el poder que tiene la fe en
este contexto, el poder de la oración y de la reflexión. Sino también por el
poder de la denuncia. El Vaticano, como mi pequeño país, no dispone de
ejércitos para amenazar a los pueblos. Pero dispone de autoridad moral para
evidenciar a los líderes que se apresuran a blandir las armas. “La guerra marca
el fracaso de la paz”, dijo el Papa Francisco. ¡Cuánto espero que el Presidente
Barack Obama entienda que a la estación de la vida no se llega por las avenidas
de la muerte!
Procesos como el de Siria nos hacen cuestionar un poco el instinto de
supervivencia de nuestra especie. Nos hacen pensar que somos, insalvablemente,
criaturas violentas e impulsivas, con una propensión a golpear antes de
preguntar. Y sin embargo, yo estoy convencido de que no estamos condenados a un
destino de destrucción. Encerramos también el potencial de la vida. Albergamos
el poder de la razón, la fuerza del diálogo. Tenemos la capacidad, única entre
las criaturas de la naturaleza, de discutir y transar.
Un ejemplo de ello es el segundo punto que hoy quería mencionarles, al
otro extremo del péndulo entre la paz y la guerra: la firma del Tratado sobre
el Comercio de Armas, aprobado por una abrumadora mayoría en el seno de las
Naciones Unidas.
Han
pasado 16 años desde el día en que firmé la propuesta para crear el Tratado
sobre el Comercio de Armas junto a Elie Wiesel, Betty Williams, el Dalai Lama,
José Ramos-Horta, y representantes de la Asociación Internacional de Médicos
para la Prevención de la Guerra Nuclear, de Amnistía Internacional y del
American Friends Service Committee, todos galardonados con el Premio Nobel de
la Paz.
Se
trataba de una idea de lógica elemental: la mayor cantidad de muertes violentas
en el mundo las ocasionan las armas pequeñas y livianas. Como es el caso del
tiroteo ocurrido ayer en la mañana en el Navy Yard de la ciudad de Washington a
tan solo seis kilómetros de la Casa Blanca y en el cual dejo como saldo 12
muertos y muchos heridos. Aprovecho para
enviar mi mas sentida condolencia a los familiares de las víctimas. Nada hacemos alabando la paz en floridas
declaraciones internacionales y estrechando las manos en interminables cumbres
presidenciales, mientras día a día alguna madre llora la muerte de un hijo en
un pleito de pandillas, algún niño sufre la pérdida de un amigo que ha sido
reclutado en un ejército infantil, alguna familia tiembla por la cercanía de un
cartel de drogas o de un grupo terrorista.
Por
eso durante mi segundo Gobierno, en conjunto con la Fundación Arias para la Paz
y el Progreso Humano, impulsamos ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas el texto de este tratado que prohíbe la transferencia internacional de
armas cuando exista evidencia de que serán empleadas para cometer atrocidades,
genocidios o crímenes de lesa humanidad; o cuando haya indicios claros de que
serán usadas para alterar el desarrollo sostenible, violar los derechos humanos
o el Derecho Internacional.
Muchos
se oponían a este acuerdo sobre una base ideológica. Otros, los más poderosos,
se oponían también sobre una base económica: el comercio internacional de armas
pequeñas y livianas mueve cada año miles de millones de dólares. Y son
precisamente los cinco miembros permanentes que integran el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas los principales vendedores de armas en el
mundo. ¿Cómo fue entonces que logramos la aprobación del ATT? Los escépticos que
hoy argumentan que es imposible negociar, harían bien en aprender el camino que
siguió el Tratado sobre el Comercio de Armas. Harían bien en aprender que
cuando existe legitimidad, cuando las voces de las naciones impulsan una misma
idea, no existe oposición defendible.
Yo
les garantizo que el ATT tuvo enemigos acérrimos. Les garantizo que hubo
quienes nos dijeron que no hacíamos más que perder el tiempo. Pero ahí está la
prueba de que es posible convencer sin tener que vencer. De que es posible
persuadir sin tener que someter. De que es posible proteger sin tener que
devastar. En el largo plazo, iniciativas como el ATT hacen mucho más por
proteger a los pueblos oprimidos que la intervención no requerida de países
hegemónicos.
Un arma química es algo abominable.
Genera la muerte de miles de personas inocentes, en cuestión de días o incluso
horas, y un arma nuclear es todavía más abominable. Pero su poder aniquilador
es inferior al de los 640 millones de armas pequeñas y livianas en el mundo,
muchas de las cuales han terminado en las manos incorrectas. No existe criterio
ético que nos permita condenar al gobierno ruso por transferir armas al régimen
sirio y al mismo tiempo condonar la venta de armas que fluye sin supervisión a
los carteles, a las mafias, a las pandillas, a las células terroristas. Si
hemos de ser congruentes, tenemos que aceptar que una sola vida merece
protección como si fuera lo más preciado en este mundo. Porque lo es.
Amigas y amigos,
Este suelo conoce la marcha del soldado y la sangre del gladiador. Conoce
el grito del bárbaro y la sentencia del emperador. Pero también es el asiento
de uno de los credos más humanitarios que jamás hayan concebido los hombres o
inspirado los cielos. Es el centro de una fe basada en el amor y en la
compasión. Así le cantó a Roma Pedro Antonio de Alarcón: “¡Tú, inmortal en medio del estrago, al perecer las águilas latinas,
conquistaste el imperio de las almas!”.
Hoy les pido una vez más esa
conquista. Le pido a Roma apoyo en medio de esta cruzada milenaria por inclinar
el péndulo de la historia hacia el lado de la paz y la justicia. Una eventual
invasión en Siria es una derrota anticipada, no en términos militares, sino en
términos humanos. Repudiar el bombardeo de un pueblo que ha sufrido ya
demasiado, apoyar los acuerdos alcanzados en Ginebra, impulsar iniciativas como
el Tratado sobre el Comercio de Armas, son formas de demostrarle a aquellos
habitantes de la era de Augusto y de Adriano, que somos capaces de aprender,
que somos capaces de avanzar, que no estamos obligados a oscilar por siempre
entre la agonía y el éxtasis, que es posible conquistar el imperio de las almas
y construir un reino de paz sobre la Tierra.
Muchas
gracias.

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