sabato 21 settembre 2013

EL PÉNDULO ENTRE LA CONCORDIA Y LA GUERRA

Oscar Arias Sánchez, Ex Presidente de la República de Costa Rica
Amigas y amigos,
Roma la eterna me recibe de nuevo. En sus callecitas y sus plazas, en sus fuentes y sus ruinas, me susurra una vez más las remotas memorias de la Tierra. Aquí reside el testimonio de la humanidad. Aquí se condensa el signo de nuestra especie. Cada generación ha dejado su marca en esta ciudad. Cada era ha cambiado sus rasgos. Aquí zumba la lanza de los soldados imperiales, que hace siglos cruzaron el Tíber para conquistar el orbe. Aquí resuena el discurso del Senado, la traición de Bruto, el verso de Virgilio. Aquí se siente el terror de las invasiones bárbaras, la fe del cristianismo, el resplandor del Renacimiento. Todo lo humano tiene cabida en esta metrópoli, lo más noble y lo más cruel que reside en el corazón del hombre y la mujer.
Lord Byron exclamó que el arco que enfrenta al viajero en Roma no es el de Tito ni el de Trajano, sino el arco del Tiempo. Esa estructura invisible que sostiene nuestro destino y que está compuesta de piedras desiguales, de momentos de altruismo y de mezquindad, de golpes y caricias mezcladas en una narrativa circular.
Por eso vale la pena hablar en Roma de la paz. Porque, como pocas ciudades en el mundo, Roma ha oscilado con el péndulo entre la concordia y la guerra. Aquí el sufrimiento ha agitado sus oscuras banderas. Aquí la calma ha vuelto muchas veces, como un huésped que ignora la duración de su estadía. Por eso he venido a hablar de dos extremos del péndulo de la convivencia humana: la crisis en Siria y la aprobación del Tratado sobre el Comercio de Armas, o ATT, por parte de las Naciones Unidas.



De un extremo del péndulo, tenemos como ejemplo los acontecimientos que han tenido lugar recientemente en virtud de la amenaza de los Estados Unidos y Francia de bombardear un país enfrascado en una dolorosa guerra civil, oprimido por un líder autoritario y ubicado en la región más conflictiva del mundo. El aparente uso de armas químicas por parte del régimen de Bashar al-Asad es un acto repugnante y cobarde, que merece toda la sanción de la comunidad internacional.
En un análisis apresurado, Siria parecía ser el candidato perfecto para el uso legítimo de la fuerza militar. Pero existe tal cosa como el jus ad bellum. El uso de las fuerzas armadas, por ser el acto más violento y más desgarrador que pueden ordenar los líderes políticos, debe seguir una rigurosa serie de requisitos. Algunos de esos requisitos son estrictamente legales. Otros son de naturaleza política. Y algunos son simplemente humanitarios y de sentido común.
Empecemos por los requisitos legales. Para invadir lícitamente a Siria, los Estados Unidos necesitaba la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La Carta de las Naciones Unidas faculta el uso de la fuerza en circunstancias muy calificadas y siempre sujeta a un consenso que, en efecto, es muy difícil de lograr. Pero ¿es que queremos que sea fácil declarar la guerra? ¿Es que queremos que un Gobierno tenga la facultad de decidir, unilateralmente, el destino de otro pueblo?
Es cierto que Rusia ha sido oportunista en aprovechar la ventana que abrió el Secretario de Estado Kerry, al mencionar la posibilidad de que al-Asad entregara sus armas químicas. Y también es cierto que el uso de armas químicas por parte de al-Asad no puede pasar impune. Pero nada de esto exime a los Estados Unidos de su obligación de seguir las reglas internacionales establecidas para decidir un ataque militar.
Uno no puede suscribirse a reglas y luego argumentar que tiene derecho a saltárselas. Uno no puede defender el bombardeo de un país con base en el mismo Derecho Internacional que pisotea. Bien ha hecho el Presidente Barack Obama en escuchar la consigna de los propios padres fundadores de los Estados Unidos. Bien ha hecho en entender que, como dijo John Adams, nuestra aspiración es ser regidos por las leyes, y no por los hombres.
Evadir los requisitos legales para la invasión en Siria habría sido mucho más que un problema jurídico: habría sido también un problema político. La diplomacia estadounidense ya está bastante desacreditada en el ámbito internacional. Dos guerras injustificadas, que han empobrecido y desestabilizado a toda una región, deberían haberle enseñado que no basta la fuerza para ganar una guerra. Se necesitaba también legitimidad.
Felizmente hoy esa arrogancia norteamericana de pretender que puede actuar sin el apoyo de la comunidad internacional ha cedido ante la inminente falta de respaldo de su propio Congreso y ante la presión de la opinión pública mundial.  Parafraseando las palabras del Presidente Abraham Lincoln, might does not make right. No importa cuán aniquiladora sea la capacidad militar de los Estados Unidos, no importa cuán brillante sea su estrategia, nada compensa el déficit en el respaldo internacional. Cuando falta legitimidad, el misil más preciso dispara en ambos sentidos.
Políticamente, todavía queda mucho por hacer. El compromiso alcanzado el sábado anterior en Ginebra por el Secretario de Estado norteamericano John Kerry y su homólogo ruso, Sergei Lavrov, mediante el cual Washington renunció al uso de la fuerza militar para poder así alcanzar una solución política, tendrá ahora que ser plasmado en una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.   El acuerdo le otorga una semana al régimen sirio para que informe sobre las cantidades precisas de sus depósitos de armas químicas.   De igual manera, se estipuló que esas armas deben de quedar bajo control internacional y que su destrucción se debe dar en la primera mitad del año 2014.
Si bien es cierto el acuerdo alcanzado en Ginebra es un triunfo de la diplomacia ante el inminente ataque unilateral de los Estados Unidos, también es cierto que es solo un triunfo parcial.  Lamentablemente, dicho acuerdo no dice nada sobre cómo terminar con una guerra civil que lleva ya más de cien mil víctimas y cinco millones de refugiados.  Aunque ese no era un objetivo de las conversaciones sostenidas entre los Estados Unidos y Rusia, la sola posibilidad de que una vez entregadas las armas químicas por parte del gobierno sirio pueda continuar la muerte indiscriminada de civiles inocentes, nos obliga a pensar que es indispensable negociar cuanto antes el establecimiento de un cese de fuego que nos conduzca hasta el silencio definitivo de las armas, preparando así el camino para la realización de elecciones libres.
La diplomacia es un camino tortuoso y alambicado. No avanza en línea recta, como la trayectoria de una bala. Avanza en muchos sentidos, da giros, retrocede, rodea, toma la ruta menos eficiente, pero evita los parajes de la muerte.
El pueblo sirio no merece la pólvora de los morteros, sino la tinta de las urnas. Merece atención y amistad, no metralla. No soy tan ingenuo de creer que eso será fácil. No soy tan ingenuo de creer que al-Asad rectificará sus pasos simplemente por la presión internacional. Pero conozco suficiente lo que implica un proceso de negociación para saber que es posible cambiar el curso de la historia con el poder de la palabra. Sobre todo, sé bien que el uso de la fuerza militar debe ser siempre, siempre, la última opción sobre la mesa.
Por eso aplaudo la valiente decisión del Papa Francisco de alzar la voz en contra de una invasión militar. No solo por el poder que tiene la fe en este contexto, el poder de la oración y de la reflexión. Sino también por el poder de la denuncia. El Vaticano, como mi pequeño país, no dispone de ejércitos para amenazar a los pueblos. Pero dispone de autoridad moral para evidenciar a los líderes que se apresuran a blandir las armas. “La guerra marca el fracaso de la paz”, dijo el Papa Francisco. ¡Cuánto espero que el Presidente Barack Obama entienda que a la estación de la vida no se llega por las avenidas de la muerte!
Procesos como el de Siria nos hacen cuestionar un poco el instinto de supervivencia de nuestra especie. Nos hacen pensar que somos, insalvablemente, criaturas violentas e impulsivas, con una propensión a golpear antes de preguntar. Y sin embargo, yo estoy convencido de que no estamos condenados a un destino de destrucción. Encerramos también el potencial de la vida. Albergamos el poder de la razón, la fuerza del diálogo. Tenemos la capacidad, única entre las criaturas de la naturaleza, de discutir y transar.
Un ejemplo de ello es el segundo punto que hoy quería mencionarles, al otro extremo del péndulo entre la paz y la guerra: la firma del Tratado sobre el Comercio de Armas, aprobado por una abrumadora mayoría en el seno de las Naciones Unidas.
Han pasado 16 años desde el día en que firmé la propuesta para crear el Tratado sobre el Comercio de Armas junto a Elie Wiesel, Betty Williams, el Dalai Lama, José Ramos-Horta, y representantes de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, de Amnistía Internacional y del American Friends Service Committee, todos galardonados con el Premio Nobel de la Paz.
Se trataba de una idea de lógica elemental: la mayor cantidad de muertes violentas en el mundo las ocasionan las armas pequeñas y livianas. Como es el caso del tiroteo ocurrido ayer en la mañana en el Navy Yard de la ciudad de Washington a tan solo seis kilómetros de la Casa Blanca y en el cual dejo como saldo 12 muertos y muchos heridos.  Aprovecho para enviar mi mas sentida condolencia a los familiares de las víctimas.  Nada hacemos alabando la paz en floridas declaraciones internacionales y estrechando las manos en interminables cumbres presidenciales, mientras día a día alguna madre llora la muerte de un hijo en un pleito de pandillas, algún niño sufre la pérdida de un amigo que ha sido reclutado en un ejército infantil, alguna familia tiembla por la cercanía de un cartel de drogas o de un grupo terrorista.
Por eso durante mi segundo Gobierno, en conjunto con la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, impulsamos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el texto de este tratado que prohíbe la transferencia internacional de armas cuando exista evidencia de que serán empleadas para cometer atrocidades, genocidios o crímenes de lesa humanidad; o cuando haya indicios claros de que serán usadas para alterar el desarrollo sostenible, violar los derechos humanos o el Derecho Internacional.
Muchos se oponían a este acuerdo sobre una base ideológica. Otros, los más poderosos, se oponían también sobre una base económica: el comercio internacional de armas pequeñas y livianas mueve cada año miles de millones de dólares. Y son precisamente los cinco miembros permanentes que integran el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas los principales vendedores de armas en el mundo. ¿Cómo fue entonces que logramos la aprobación del ATT? Los escépticos que hoy argumentan que es imposible negociar, harían bien en aprender el camino que siguió el Tratado sobre el Comercio de Armas. Harían bien en aprender que cuando existe legitimidad, cuando las voces de las naciones impulsan una misma idea, no existe oposición defendible.
Yo les garantizo que el ATT tuvo enemigos acérrimos. Les garantizo que hubo quienes nos dijeron que no hacíamos más que perder el tiempo. Pero ahí está la prueba de que es posible convencer sin tener que vencer. De que es posible persuadir sin tener que someter. De que es posible proteger sin tener que devastar. En el largo plazo, iniciativas como el ATT hacen mucho más por proteger a los pueblos oprimidos que la intervención no requerida de países hegemónicos.
Un arma química es algo abominable. Genera la muerte de miles de personas inocentes, en cuestión de días o incluso horas, y un arma nuclear es todavía más abominable. Pero su poder aniquilador es inferior al de los 640 millones de armas pequeñas y livianas en el mundo, muchas de las cuales han terminado en las manos incorrectas. No existe criterio ético que nos permita condenar al gobierno ruso por transferir armas al régimen sirio y al mismo tiempo condonar la venta de armas que fluye sin supervisión a los carteles, a las mafias, a las pandillas, a las células terroristas. Si hemos de ser congruentes, tenemos que aceptar que una sola vida merece protección como si fuera lo más preciado en este mundo. Porque lo es.
Amigas y amigos,
Este suelo conoce la marcha del soldado y la sangre del gladiador. Conoce el grito del bárbaro y la sentencia del emperador. Pero también es el asiento de uno de los credos más humanitarios que jamás hayan concebido los hombres o inspirado los cielos. Es el centro de una fe basada en el amor y en la compasión. Así le cantó a Roma Pedro Antonio de Alarcón: “¡Tú, inmortal en medio del estrago, al perecer las águilas latinas, conquistaste el imperio de las almas!”.
Hoy les pido una vez más esa conquista. Le pido a Roma apoyo en medio de esta cruzada milenaria por inclinar el péndulo de la historia hacia el lado de la paz y la justicia. Una eventual invasión en Siria es una derrota anticipada, no en términos militares, sino en términos humanos. Repudiar el bombardeo de un pueblo que ha sufrido ya demasiado, apoyar los acuerdos alcanzados en Ginebra, impulsar iniciativas como el Tratado sobre el Comercio de Armas, son formas de demostrarle a aquellos habitantes de la era de Augusto y de Adriano, que somos capaces de aprender, que somos capaces de avanzar, que no estamos obligados a oscilar por siempre entre la agonía y el éxtasis, que es posible conquistar el imperio de las almas y construir un reino de paz sobre la Tierra.
Muchas gracias.

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